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The catcher

En el departamento de Mendoza y Freire compartíamos con Mati el cuarto de servicio. Si querías llegar hasta ahí tenías que atravesar, un poco agachado, el lavadero. El lavadero era un pasillo angosto con un tender en el techo con ropa colgada secándose todo el tiempo como fideos sin colar. En casa éramos cinco hermanos, papá y mamá y a veces los abuelos que vivían cruzando el pasillo. Había mucha gente y mucha ropa. Mi abuela hacía las cosas de la casa. Ahora la entiendo cuando se quejaba diciendo “Es de nunca acabar”. A nuestro cuarto, por culpa de la ropa colgada, podías llegar con la cabeza y los hombros mojados. Mamá lo había hecho empapelar para que pareciera un poco menos lo que era. Para que pareciese un poco más el cuarto de dos varones. El empapelado era celeste con una trama de avioncitos biplanos antiguos que volaban para un lado y para el otro. Sí pasabas la mano por la pared sentías el relieve de la textura del papel. A mí me parecía que ese detalle le daba el prestigio que mamá se había propuesto empapelándolo. Los avioncitos eran todos el mismo. El cuarto de servicio fue mi cuarto desde los diez años hasta los quince. Mientras el cuarto de servicio fue mi cuarto pasé muchas horas mirando y pensando en esa multitud de aviones clonados. Analizaba las reglas de la trama que se repetía con aviones idénticos formando rombos exactos. Pensaba mucho en los avioncitos que volaban por la pared truncos porque les había tocado el azar del borde del rollo del papel. Pensaba en cómo se ensamblaban con los otros avioncitos partidos de la pared que habían corrido la misma suerte pero en un rollo distinto. Esa superposición de los papeles, los saltos en el dibujo, me afectaba. La cama donde dormíamos era de dos pisos. Yo dormía en la de abajo. Me pasaba horas acostado escuchando música, leyendo y mirando las vetas de las tablas de la cama de mi hermano. Buscaba caras de monstruos o perfiles de gente conocida. Después los dibujaba sentado en la mesa de la cocina. Escuchaba solo rock nacional, sobre todo Virus y Soda Stereo. En el cuarto no teníamos posters en las paredes. No había descubierto, todavía, las bateas llenas de afiches roqueros de las galerías de Cabildo. No faltaba mucho para que los posters de cartulina, con la violencia de una campaña electoral, se interpusieran al vuelo frenético de los aviones de mamá. Fui un adolescente serio de una melancolía apostólica y romana. Creía en el Dios del colegio como se confía en una sospecha, como se asume una marca de nacimiento, como si Dios fuera la posibilidad de una cámara oculta prendida las veinticuatro horas. Y pensaba sobre Dios de la misma forma en que pensaba en los aviones del empapelado de mi cuarto.

Cuando leí The catcher por primera vez tenía quince. Lo leí con todos sus gilipollas y hostias de la versión española. Lo leí en la misma época en la que leí el Túnel y Sobre héroes y tumbas y Rayuela y La guerra del fin del mundo y La guerra del cerdo y Cien años de soledad. Fue un accidente. Fue como tomar un vaso de agua y darme cuenta que tenía sed. Yo leía como creía que tenían que leer las personas grandes. Leía construyéndome un currículum vitae latinoamericano. El que más me gustaba era Vargas Llosa, Sábato me deprimía pero me hacía sentir importante, me caía bien Bioy, me creía sofisticado y bohemio con Cortázar, García Márquez había escrito “los amigos son uno hijos de puta” y yo lo había leído y no me podía sacar esa oración de la cabeza. Pero ningún libro ni ningún escritor en esos años de madurez impostada me había dado, hasta Salinger, la posibilidad de una intimidad, de sentir que la historia se movía hacía mí. No había en esos libros cartas en botellas con mi nombre escrito en su margen izquierdo. Leer a Salinger fue ser el centro. Y no fue solo eso pero fue espectacular. También fue recuperar algo de cuando era más chico: la emoción de las historias de aventuras. Las historias de aventuras eran siempre viajes de un lado a otro como es el Catcher. Fue groso enterarme que podía ser grande y tener mi propio Huckleberry Finn. Un prófugo esclavo que vale mil dólares y un huérfano muerto de mentira que se hacen mejores amigos y tienen el río Mississippi para ellos. ¿Qué me pasaba? ¿Quería leer o elegir de un catálogo unos cuantos compañeros para compartir los gastos de un viaje? Dejar de ser chico era desprenderse de una piel pero no para cambiarla por otra inmediatamente. Era un limbo de tiempo indefinido que me parecía que podía durar toda la vida y si eras muy sensible como era yo necesitabas algo para taparte en el mientras tanto. Una capa provisoria, un ángel de la guarda, un Dios de reemplazo, una estampita que te señale solo a vos y tenga escrito en tinta dorada con letras cursivas de primera comunión tu nombre y tu apellido.

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